Entre las cosas que los historiadores a veces inexplicablemente pierden o olvidan esta la retirada de Totora.
Batala de Totora, y Serafín Melvares
El 19 de enero de 1823 el general Valdez, excelente táctico y arrojado
militar, había conseguido atraer por medio de hábiles maniobras al
ejército patriota hacia las alturas de Torata. Después de nueve horas de
obstinado combate, en que los independientes perdieron más de
setecientos hombres, hubo que emprender retirada sobre Moquegua. Allí
acampó el general Alvarado para reorganizar sus tropas; mas habiendo
recibido Valdez el refuerzo de la división de Canterac, cayó en la
mañana del 21 sobre Moquegua. La escasez de municiones, las rencillas
entre los jefes, la influencia que en la moral del soldado debió tener
el contraste del 19, y más que todo las desacertadas disposiciones del
general, dieron por resultado una nueva derrota para los republicanos.
Reducidos los patriotas a mil quinientos hombres, poco más o menos,
emprendieron una desastrosa retirada sobre la costa, perseguidos
tenazmente por el engreído vencedor. Allí fue cuando La Rosa y Taramona,
esos amigos inseparables en el salón y en el campo de batalla, como
dice Lorente, imitando el heroísmo del alférez Pringless y sus cuatro
granaderos en la acción de Pescadores, prefirieron lanzarse al mar antes
que rendirse prisioneros a las tropas de Olañeta.
Los mil quinientos dispersos de Alvarado, siempre perseguidos de cerca
por el formidable ejército realista, desesperaban ya de llegar al puerto
de Ilo, donde reembarcándose en los transportes, salvarían de ser
victimados. Doscientos veinte granaderos de a caballo, mandados por el
comandante don Juan Lavalle, ese león desencadenado, como lo llama uno
de sus biógrafos, cuyas hazañas son dignas de la epopeya, se encargaron
de proteger una retirada que casi tenía el aspecto de un sálvese el que
pueda.
El enérgico Lavalle, siempre que veía a los infantes próximos a ser
envueltos por el enemigo, se lanzaba con sus granaderos, sable en mano,
sobre las columnas realistas, dando así lugar a los patriotas para
adelantar camino. Y de estas cargas dio cuatro, saliendo de cada una de
ellas con veinte o treinta hombres menos; pero aunque siempre rechazado,
el objeto del bravo comandante estaba conseguido. Los mil quinientos
infantes se alejaban siquiera una milla de sus perseguidores.
Después de la cuarta arremetida, Lavalle contó su gente. ¡Ciento quince hombres! Los demás habían sucumbido heroicamente.
Y entretanto los realistas, redoblando sus esfuerzos, lograron colocarse
a pocas cuadras de la infantería patriota, que falta de pólvora y de
organización, habría tenido que rendirse. No era posible intentar
siquiera un simulacro de resistencia para alcanzar una capitulación.
Todo estaba perdido.
Lavalle mismo vacilaba para una nueva acometida. Era llevar a seguro
sacrificio a los pocos valientes que lo acompañaban, sin probabilidad de
que ese sacrificio salvase a los vencidos en Torata y Moquegua.
Fue entonces, en ese momento de suprema angustia, cuando un granadero, llamado Serafín Melvares, exclamó:
-¡Un Necochea aquí!
Lavalle alcanzó a oír la exclamación de aquel bravo, cuyo nombre
felizmente ha salvado la tradición haciéndolo llegar hasta nosotros;
acaso la consideró como un reproche que ponía en duda su jamás
desmentido arrojo, y contestó exaltado:
-Lo mismo sabe morir un Lavalle que un Necochea. ¡A la carga, granaderos!
Y fue tan audaz e impetuosa la embestida, que a no ser tan numeroso el
ejército realista, los triunfos de Torata y Moquegua se habrían
convertido en derrota.
Entre Lavalle y Necochea existió siempre la emulación del valor,
caballeresca rivalidad en la que, disputándose la primacía aquellos dos
bizarros adalides, era la causa de la independencia quien obtenía la
victoria.
Después de esta quinta carga, el ejército español cesó en la persecución de los patriotas.
Cuando Lavalle pudo contar su tropa, sólo ochenta y tres de sus
granaderos lo acompañaban. En aquella carga desesperada y memorable
habían perecido treinta y dos.
El soldado Serafín Melvares era uno de los muertos. ¡Gloria a su nombre!
Una exclamación suya, una frase incorrecta, tres palabras que no
expresaban con claridad un pensamiento, bastaron para salvar los restos
de un ejército que en 1824 debía afianzar en el campo de Ayacucho la
libertad de un continente.
Noche fresca y abierta en el pago... desde que apareció el lucero un fuego mantenía en ronda a la paisanada. Los perros se rezongaban entre ellos por un espacio cerca a la lumbre y a lo lejos los carau continuaban en su fiesta lamentando la muerte de su madre (ver leyendas).
Un chicharrón a las brazas, la pava ennegrecida de ollín... y el crepitar de las llamas... el resto era mero lujos de compañias...
Buenos humos de tabacos criollos y "DON Emilio" (ese "titulo" casi nobiliario que le damos los paisanos a aquellos que consideramos nuestros mayores, y que se han ganado el respeto y la jerarquía de ser llamados de esta forma)... que se acomoda en una silla petizona, apura un cimarrón caliente y bien sebao que le supieron alcanzar y nos deleita con sus historias...
Un chicharrón a las brazas, la pava ennegrecida de ollín... y el crepitar de las llamas... el resto era mero lujos de compañias...
Buenos humos de tabacos criollos y "DON Emilio" (ese "titulo" casi nobiliario que le damos los paisanos a aquellos que consideramos nuestros mayores, y que se han ganado el respeto y la jerarquía de ser llamados de esta forma)... que se acomoda en una silla petizona, apura un cimarrón caliente y bien sebao que le supieron alcanzar y nos deleita con sus historias...
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