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Noche fresca y abierta en el pago... desde que apareció el lucero un fuego mantenía en ronda a la paisanada. Los perros se rezongaban entre ellos por un espacio cerca a la lumbre y a lo lejos los carau continuaban en su fiesta lamentando la muerte de su madre (ver leyendas).
Un chicharrón a las brazas, la pava ennegrecida de ollín... y el crepitar de las llamas... el resto era mero lujos de compañias...

Buenos humos de tabacos criollos y "DON Emilio" (ese "titulo" casi nobiliario que le damos los paisanos a aquellos que consideramos nuestros mayores, y que se han ganado el respeto y la jerarquía de ser llamados de esta forma)... que se acomoda en una silla petizona, apura un cimarrón caliente y bien sebao que le supieron alcanzar y nos deleita con sus historias...

domingo, 11 de diciembre de 2016

El olvido de la Batalla de Totora y Serafin Malvares

Entre las cosas que los historiadores a veces inexplicablemente pierden o olvidan esta la retirada de Totora.

Batala de Totora, y Serafín Melvares



El 19 de enero de 1823 el general Valdez, excelente táctico y arrojado militar, había conseguido atraer por medio de hábiles maniobras al ejército patriota hacia las alturas de Torata. Después de nueve horas de obstinado combate, en que los independientes perdieron más de setecientos hombres, hubo que emprender retirada sobre Moquegua. Allí acampó el general Alvarado para reorganizar sus tropas; mas habiendo recibido Valdez el refuerzo de la división de Canterac, cayó en la mañana del 21 sobre Moquegua. La escasez de municiones, las rencillas entre los jefes, la influencia que en la moral del soldado debió tener el contraste del 19, y más que todo las desacertadas disposiciones del general, dieron por resultado una nueva derrota para los republicanos.
Reducidos los patriotas a mil quinientos hombres, poco más o menos, emprendieron una desastrosa retirada sobre la costa, perseguidos tenazmente por el engreído vencedor. Allí fue cuando La Rosa y Taramona, esos amigos inseparables en el salón y en el campo de batalla, como dice Lorente, imitando el heroísmo del alférez Pringless y sus cuatro granaderos en la acción de Pescadores, prefirieron lanzarse al mar antes que rendirse prisioneros a las tropas de Olañeta.
Los mil quinientos dispersos de Alvarado, siempre perseguidos de cerca por el formidable ejército realista, desesperaban ya de llegar al puerto de Ilo, donde reembarcándose en los transportes, salvarían de ser victimados. Doscientos veinte granaderos de a caballo, mandados por el comandante don Juan Lavalle, ese león desencadenado, como lo llama uno de sus biógrafos, cuyas hazañas son dignas de la epopeya, se encargaron de proteger una retirada que casi tenía el aspecto de un sálvese el que pueda.
El enérgico Lavalle, siempre que veía a los infantes próximos a ser envueltos por el enemigo, se lanzaba con sus granaderos, sable en mano, sobre las columnas realistas, dando así lugar a los patriotas para adelantar camino. Y de estas cargas dio cuatro, saliendo de cada una de ellas con veinte o treinta hombres menos; pero aunque siempre rechazado, el objeto del bravo comandante estaba conseguido. Los mil quinientos infantes se alejaban siquiera una milla de sus perseguidores.
Después de la cuarta arremetida, Lavalle contó su gente. ¡Ciento quince hombres! Los demás habían sucumbido heroicamente.
Y entretanto los realistas, redoblando sus esfuerzos, lograron colocarse a pocas cuadras de la infantería patriota, que falta de pólvora y de organización, habría tenido que rendirse. No era posible intentar siquiera un simulacro de resistencia para alcanzar una capitulación.
Todo estaba perdido.
Lavalle mismo vacilaba para una nueva acometida. Era llevar a seguro sacrificio a los pocos valientes que lo acompañaban, sin probabilidad de que ese sacrificio salvase a los vencidos en Torata y Moquegua.
Fue entonces, en ese momento de suprema angustia, cuando un granadero, llamado Serafín Melvares, exclamó:
-¡Un Necochea aquí!
Lavalle alcanzó a oír la exclamación de aquel bravo, cuyo nombre felizmente ha salvado la tradición haciéndolo llegar hasta nosotros; acaso la consideró como un reproche que ponía en duda su jamás desmentido arrojo, y contestó exaltado:
-Lo mismo sabe morir un Lavalle que un Necochea. ¡A la carga, granaderos!
Y fue tan audaz e impetuosa la embestida, que a no ser tan numeroso el ejército realista, los triunfos de Torata y Moquegua se habrían convertido en derrota.
Entre Lavalle y Necochea existió siempre la emulación del valor, caballeresca rivalidad en la que, disputándose la primacía aquellos dos bizarros adalides, era la causa de la independencia quien obtenía la victoria.
Después de esta quinta carga, el ejército español cesó en la persecución de los patriotas.
Cuando Lavalle pudo contar su tropa, sólo ochenta y tres de sus granaderos lo acompañaban. En aquella carga desesperada y memorable habían perecido treinta y dos.
El soldado Serafín Melvares era uno de los muertos. ¡Gloria a su nombre! Una exclamación suya, una frase incorrecta, tres palabras que no expresaban con claridad un pensamiento, bastaron para salvar los restos de un ejército que en 1824 debía afianzar en el campo de Ayacucho la libertad de un continente.

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