Ignacio y Ramón eran vecinos y compadres. Sus
ranchos estaban situados a escasa distancia y sus familias compartían
una nueva amistad. Eran hombres de isla, conocían todos los secretos de
la naturaleza, y estaban compenetrados con el río y el paisaje.
Daban importancia a los cambios de la luna, intuían las crecientes y las
bajantes de las aguas, tejían las redes y tendían espinales. Eran
sabios para los encarnes y, además, unían sus voces para discutir por el
precio del pescado con los acopiadores.
Los acercaba una amistad basada en el respeto mutuo y largos años de
pequeñas dichas y frecuentes pesares. Una mañana Ignacio estaba
reparando su canoa, cuando vio que algo extraño se aproximaba hacia la
costa en un camalote que era arrastrado por las aguas.
Intrigado, observó con atención. Y cuando la planta estuvo cerca,
comprobó que aquel objeto "extraño" que había despertado su atención no
era otra cosa que un sombrero.
Casi sin pensarlo, Ignacio se arrojó al río. Nadando, llegó hasta la planta acuática y echó mano al sombrero.
Retornó a la costa y lo examinó con detenimiento. Fue entonces cuando,
con gran júbilo, comprobó que la base de la copa de aquel sombrero
pajizo era de cuero de yuguareté.
Se sintió feliz, pies desde niño había escuchado decir que el cuero del
felino daba poder, fuerza y sagacidad, a quien lo tuviera. Entonces,
corrió hasta el rancho a mostrar su "tesoro".
Mientras tanto, Ramón, que había oído las expresiones de admiración y
los comentarios de todos, se acercó al rancho de su amigo para averiguar
que sucedía.
Al ver el sombrero, lo invadió una rara sensación: en vez de alegría,
sintió rabia; de pronto la envidia esparció en su espíritu, ahogándolo
de amargura.
Desde ese momento, todo cambió, Ignacio se ufanaba con inocencia de su
posesión y Ramón sentía un oscuro rencor. Se preguntaba por qué aquel
día se había quedado en el rancho reparando una red: de no haberlo
hecho, el sombrero ahora sería suyo. Esto le hacía pensar que el siempre
tenía mala suerte.
Su carácter se volvió huraño y largos silencios enmudecieron sus labios:
en tanto, un irracional deseo de venganza lo embargaba.
En cierta oportunidad, Ignacio le propuso navegar río arriba y acampar
por dos o tres noches para cazar lobitos de río. Ramón se negó al
principio, pero finalmente aceptó. Cargaron la canoa con provisiones,
escopetas, facones y cuchillos especiales para cuerear a los animales.
Tampoco olvidaron llevar una pértiga de caña tacuara para bordear los
malezales costeros.
Una vez que remontaron el río hasta encontrar el sitio adecuado,
acamparon. Construyeron rápidamente un bendito y luego colocaron
trampas. Esperaron un tiempo prudencial y, por la noche, fueron a
verlas. El resultado fue óptimo para Ignacio que había capturado quince
ejemplares. Estaba eufórico pensando en el dinero que obtendría por la
venta de los cueros que eran muy apreciados y que se pagaban diez veces
más que el de las nutrias.
Sin embargo, Ramón no tuvo la misma suerte, sólo capturó uno. El
despecho le hizo pensar que la piel del yaguareté del sombrero de
Ignacio convocaba fuerzas mágicas que beneficiaban a su poseedor.
Ciego de ira, comenzó a beber y a provocar al amigo. Ignacio soportó
callado los insultos, pero al recibir uno que lo lastimo su honor, no
pudo contenerse y se trabaron en lucha.
Cayeron rodando por la barranca. Y en un momento dado, Ramón abrió con
su facón una profunda herida en el cuerpo de Ignacio. La sangre emergió
como una catarata. Pero ni siquiera esto lo tranquilizó, su obsesión por
arrebatarle el sombrero. Lo intentó, pero el otro lo tomó entre sus
manos y lo apretó con esfuerzo sobre humano, antes de morir.
Enloquecido, Ramón tiró con fuerza y logró quitárselo de entre las manos
yertas, casi petrificadas. Mas al hacerlo, cayó al río abrazado al
sombrero.
Dios; para castigarlo, lo convirtió en un pez sin escamas: EL SURUBI.
Este tiene manchada la piel como la del cuero que provocó la tragedia. Y
dicen que caza de noche para pasar desapercibido, ya que conserva la
vergüenza por el injusto crimen que cometió aquella noche lejana...
Noche fresca y abierta en el pago... desde que apareció el lucero un fuego mantenía en ronda a la paisanada. Los perros se rezongaban entre ellos por un espacio cerca a la lumbre y a lo lejos los carau continuaban en su fiesta lamentando la muerte de su madre (ver leyendas).
Un chicharrón a las brazas, la pava ennegrecida de ollín... y el crepitar de las llamas... el resto era mero lujos de compañias...
Buenos humos de tabacos criollos y "DON Emilio" (ese "titulo" casi nobiliario que le damos los paisanos a aquellos que consideramos nuestros mayores, y que se han ganado el respeto y la jerarquía de ser llamados de esta forma)... que se acomoda en una silla petizona, apura un cimarrón caliente y bien sebao que le supieron alcanzar y nos deleita con sus historias...
Un chicharrón a las brazas, la pava ennegrecida de ollín... y el crepitar de las llamas... el resto era mero lujos de compañias...
Buenos humos de tabacos criollos y "DON Emilio" (ese "titulo" casi nobiliario que le damos los paisanos a aquellos que consideramos nuestros mayores, y que se han ganado el respeto y la jerarquía de ser llamados de esta forma)... que se acomoda en una silla petizona, apura un cimarrón caliente y bien sebao que le supieron alcanzar y nos deleita con sus historias...
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